sábado, 8 de junio de 2013

De complejos de Electra y gente que debería permanecer muerta en mi memoria.

Mis padres tienen una diferencia de 26 años entre sus edades. Muchas veces me he preguntado (y le he preguntado a mi madre) cómo fue que se enamoraron, y decidieron hacer una vida juntos. Nunca me ha podido dar una respuesta que vaya más allá de "pensé que todo sería distinto". A pesar de sus claras diferencias, no se han separado, aunque se les hayan presentado muchas ocasiones para ello. 

Yo siempre he preferido a mi padre. Vaya, él era el que me llevaba y traía de la escuela, el que me dejaba jugar en las maquinitas, el que me llevaba chocolates en el recreo, el que me pasaba por la reja de la secundaria los materiales que olvidaba por andar en la pendeja. Durante muchos años, escuché sus comentarios negativos acerca de mi madre, de la familia de mi madre, de sus demás hijas, de sus otros hijos, de mí. Fui su buzón de quejas. Y su leal side-kick, cuando iba a ver a sus amigos. Entre ellos, estaba C. Alto, delgado, ojos claros de un color que no logro recordar, tez blanca, ligeramente quemada por el sol, cabello castaño claro, rondando los 40 años. Él era, como se lo dije hasta el final de sus días, un hijo de puta; cuenta la leyenda que su madre tenía un prostíbulo en la cuartería atrás de la casa principal, donde alojaba a las muchachas, dándoles vivienda y lugar de trabajo al mismo tiempo. Dicen que él odiaba a esas mujeres que prometían amor a cambio de un pago, y odiaba a su madre, por extensión. No sé qué pasó, que dicho negocio fue clausurado, y de esto sólo quedaron recuerdos dispersos por ahí.

Él era esposo de una familiar mía, y nuestra relación era complicada. Recuerdo conocerlo desde siempre, pero mi primera memoria concreta es estar parada frente a su biblioteca, contemplando la colección de tiras de Mafalda en ella; él me dice que tengo permiso para ver cuantos libros quiera de ahí, y ésas son las primeras que tomo. Tenía 7 años, pero nunca olvidaré al hombre cuya mano siempre estaba ocupada con un cigarro, que hablaba con groserías y tenía cuatro nombres antes de sus apellidos. Él fue el primero al que le creía que era ateo. Había crecido en colegio de monjas, y las detestaba lo suficiente como para no querer saber de la religión, sin embargo, en su muerte se le envolvió en sudario y se colocaron estampitas de santos en su ataúd, y un rosario en sus manos. La eterna contradicción entre lo que deseamos y lo que la familia decide por nosotros.

Recuerdo que peleábamos por muchas cosas. Aún lo veo con sus más de 1.80 m, gritándome a mí, una mocosa de 12 años, que si no me gustaba su forma de enseñarme matemáticas, bien podría irme a chingar a mi madre. Sus manos tocando con desdén mi cabello, calificándolo de "lacio indio". Por él fue que quise hacerme una permanente a los 13 años, que salió terriblemente mal y sólo duró una semana. Él es la única persona, en lo que va de mi existencia, que me ha preguntado cómo me gustaría que fuera mi funeral. Mi padre le pidió que no me preguntara ese tipo de cosas, pero él respondió "tiene 15 años, esa idea ya debe haber cruzado su mente". Y en efecto, era algo que yo ya había meditado. Él me acostumbró a responder las preguntas más íntimas con cierta indiferencia, a esconder sentimientos, a no llorar frente a los hombres porque eso era chantaje sentimental. "No me importa que llores, te chingas porque sabes que estoy en lo correcto".

Si alguna vez llego a padecer algún tipo de cáncer de pulmón, le echaré la culpa. Fumaba más de tres cajetillas al día, su perpetuo olor a cigarro me molestaba pero me rehusaba a apartarme por más nauseabundo que fuera. Hacía bromas ingeniosas que involucraban palabras soeces, blasfemias, falta de respeto hacia los demás. Yo le ponía cara de enojada, pero por dentro me reía. Odiaba reírme con sus ocurrencias. Entonces él se exasperaba y me decía que iba a terminar amargada y sola si seguía siendo así de apretada con mis ideas. Que debía aprender a aceptar lo asqueroso, lo grotesco, lo retorcido, para sentirme libre de vagar entre ello sin temor a hundirme. Él fue de los pocos adultos que abordó el tema del sexo conmigo, dándome consejos que eran malos para ese momento de mi vida, pero buenos para la futura. 

Fue una versión más joven, más hostil, más viciada de mi padre. Un ser inestable que era demasiado inteligente para la química, matemáticas y física, pero pésimo en finanzas y administración. Tomaba proyectos para matar su tiempo, como aquella vez que declaró que haría una alberca en el patio trasero de la casa, y empezó a romper concreto y a cavar, hasta que logró hacer un agujero rectangular de 5 x 8 m, que se quedó en tierra removida y escombros. Su buen humor era contagioso, su risa era grave y sonora, las arrugas de su rostro se marcaban con la sonrisa sarcástica que solía tener. 

C. murió de cáncer pulmonar. Se consumió rápido; en diciembre se lo diagnosticaron, en marzo estaba falleciendo. Fue impactante ver cómo ese hombre, delgado pero fornido, perdía masa muscular y quedaba hecho un saco de huesos. Aún en su condición, nunca perdió su orgullo, no dejó que "los chamacos", como nos llamaba, lo viéramos así. Para ese entonces yo tenía 18 años y creía que las personas me iban a durar para siempre. Su muerte fue tan dolorosa para mí, que todavía al recordarlo se me escapa una lágrima, no puedo evitarlo. Aún con todos sus regaños y discursos sobre "ser fuerte", no puedo. Yo no quería creer que él era el que estaba en el féretro rentado, porque lo iban a incinerar, y éste le quedaba justo porque no tenían uno más largo para él. Recuerdo que me acerqué a su cadáver y le dije al oído que yo sabía que él podía escucharme, porque él me había enseñado que ese sentido es de los últimos que mueren. Le afirmé que él era mi cabrón e hijo de puta favorito, y que cómo podría haberse muerto sin terminar de enseñarme geometría analítica. Rompí en llanto y no pude decirle más. No pude decirle lo más importante.

Tuve dos figuras paternas. Pero quedé prendada de la adoptiva. Busco sus rasgos de personalidad en los hombres que han estado en mi vida, me atraen las personas con físico similar al suyo, aún me sigue deprimiendo su ausencia. A veces pienso que es mejor que haya sido así, que haya desaparecido después de haber hecho tanto daño, no sólo a mí, sino a mi padre; otras, deseo que siguiera vivo sólo para poder restregarle en la cara que no me quedé sola, como él pronosticaba. En realidad, no lo sé. Pero de lo que sí estoy segura, es de que él fue lo que puedo llamar, a falta de mejores palabras, mi primera relación de amor y odio con un hombre. Un amor desenfrenado que odiaba sentir. El único enemigo que quise a mi lado.





Go ahead and play dead.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ahora entiendo ese "y ni lo prenderás" u___u somos egoístas y nos consumimos en nuestros propios egoísmos :/

Debo dejar de fumar.

Btw, todos tenemos un cadáver que nos sujeta de los tobillos, el tuyo por lo menos era interesante...

Mi Pecho No es Bodega dijo...

Disculpa por comentar en tu blog, me pareció muy interesante e imposible de dejar de leer. Lamento tu perdida, y me encanto la forma de narrar los hechos, desgraciadamente nada es eterno...