viernes, 11 de diciembre de 2009

...





Siempre me he preguntado en dónde me tocará vivir el fin del mundo. Bueno, si es que a eso se le podrá llamar “vivir”. Mi curiosidad está basada en la misma que sienten todos los demás: ¿estaré con mi familia?, ¿con mi novio?, ¿rodeada de extraños? Ésta última parece ser lo más probable; trabajo en una comunidad rodeada por cerros, a 5 horas de la casa de mis padres, y sólo salgo cuando es quincena, en acuerdo mutuo con los padres de familia para faltar los viernes y lunes de los días en que ésta caiga. Estando aquí, lejos de la tecnología –con la mini laptop por compañera y un teléfono celular convertido en reloj y despertador– tienes mucho, mucho tiempo para pensar. Quedan atrás las redes sociales de los interlolz, las salidas nocturnas con los amigos, las tardes acompañando a tu abuelita que lamenta la muerte de tu abuelo, las mañanas de cuidar a tu hermano y ser chofer de tu padre, tu cuñadita de 15 años y su rolliza hermana que hace chirriar tu auto cada que sube a él. Quedan atrás las noches en tu suave cama, con un colchón de verdad, que al llegar al cerro, se convierte en un frío catre de yute y madera al que una bolsa de dormir le sirve de cobija para evitar dormir “a pelo”. Acá no hay señora de la limpieza que te ayude a mantener el lugar ordenado, ni hay agua que salga de una llave ubicada estratégicamente donde has de bañarte; sólo hay cubetas y acarrear el agua hasta tu habitación, el cual al cerrar las puertas se vuelve tu ducha a jicarazos. Tener energía eléctrica por sí misma es un plus, excepto cuando se va por periodos indefinidos, haciéndote recurrir a las velas y cerillas que ya casi creías extintas por estar acostumbrado a las luces cuasiperennes de la ciudad. Pero todo, todo lo que hay en la civilización pierde sentido cuando alzas tus ojos al cielo nocturno del rancho: estrellas, satélites, constelaciones enteras, la Vía Láctea entera te saluda cada vez que alzas la vista, y te recuerda que no importa qué suceda, tú vas a salir de éste mundo y algún día, si eres afortunado, volverás a ser del mismo material del que está hecho el Universo.



Al Universo, por cierto, le vale madres cuándo se acabará éste, nuestro mundo. Sentada bajo el cielo nocturno, hipnotizada con el danzar de las luces titilantes de astros que se han apagado hace tanto tiempo, siento en mi piel y huesos la cercanía del fin de los tiempos, y ruego, no sé a quién, si a algún Dios, a la esencia misma de la vida, o si sólo para mí misma, que no me tomen desprevenida cuando esto suceda; ciertamente, si nos enfrentásemos a un Apocalipsis zombie, podría manejarlo mejor desde aquí, pues hay recursos, poca población, material para fortificar en caso de ser necesario, un machete afilado junto a mi cama y muchas ganas de mandar todo a la chingada de una vez. Si hemos de desaparecer por la desmedida contaminación a la que hemos sometido a la Tierra, tal vez tardaría un poco más en llegar a éstos parajes abandonados donde ni el tan temido dengue ha azotado, mucho menos la influenza por la que todos se persignan y ponen mascarillas y usan desinfectante y demás cursilerías. De repente uso desinfectante aquí, pero porque el baño no tiene lavabo, y en lo que llegas a tu cuarto a lavarte las manos de forma decente, te hace el paro el liquidito ése. Pero de que nos va a llegar el fin, nos va a alcanzar. Ciertamente me encantaría recibirlo en casa, cerca de mi familia, de mi novio que se quedaría con las ganas de ser mi esposo, con los amigos que dirían que nos han quedado pendientes tantas cosas que no hicimos. Y como soy una niña aún –tener 22 no te hace un adulto, ni te garantiza la entrada a la madurez– lloro a veces, por desahogarme, por no estancarme, por vomitar mediante mis lagrimales el sentimiento que no podré demostrar ante nadie, porque hay que ser fuertes y demás pendejadas que se dice uno a sí mismo para esconder el hecho de que te estás cagando de miedo. Con la muerte de mi abuelo lloré mucho, muchísimo; fue una persona muy importante en mi vida, un hombre que nunca demostró su cariño con palabras, sino con acciones, con hechos; sólo oí un “te quiero mucho” de sus labios dos veces. Pero su mirada, la mirada de alegría que tenía al verme llegar cada que lo visitaba, me lo decía todo sin importar que no sonara una palabra. Ojalá que al mundo se lo lleve la fregada después de que mueran todos mis viejos; sería más fácil para mí, por egoísta que pueda sonar eso. Y sería un acto de piedad hacia ellos, pues morirían felices, como mi abuelo, sabiéndose amados, creyendo que su familia estará bien porque son unidos entre sí, tranquilos porque ya han cumplido su cometido con nosotros. El día en que acabe todo sé que no habrá tiempo para arrepentimientos, lágrimas o desplantes; sólo quedará abrazar al ser querido que tengas al lado, darle las gracias por haber existido contigo, y lanzarse a la debacle. Y si estás solo, a la mierda todo, es una regla no escrita el saber que no puedes ir en busca de ellos, menos para mí, que estoy tan lejana, tan incomunicada. Pero aún así, el deseo de verlos una vez más sería tan imperioso que tendría que enloquecer un poco para poder controlarlo.



No sé dónde me alcance el fin del mundo, pero de algo estoy segura: mi último pensamiento estará dedicado a ti, sin importar en qué condiciones, en qué momento, con quién esté.







Y entonces, cantaré. Como siempre lo hago cuando algo está mal.





2 comentarios:

KrizalidX1 dijo...

tal vez estaremos tan ocupados con nuestros mediadores de tecnologia, que ni siquiera nos daremos cuenta cuando llegue el momento...

¿la humanidad que plantea "THE MATRIX" se dara cuenta cuando el verdadero mundo se acabe?

Anónimo dijo...

como que a alguien le entro la depre de fin de año....