domingo, 17 de abril de 2011

Lo siento, papá.



Pero destruiste, con un solo gesto, todo lo que habías representado para mí, durante toda mi vida. Te excusas en tu vejez y la enfermedad para disculparte, pero bien sabes que esto fue la estocada final; por fin lograste atinar en el punto que más me duele. No por lo que valía ese regalo tan esperado de tu parte, sino porque decidiste apartarlo de mí, la única -en tus palabras- de tus hijas que realmente podría apreciarlo por su valor en cultura y sentimientos, no lo monetario. Se lo diste a alguien más, con más recursos económicos que yo, con más mañas que yo, con más maneras de manipularte de las que yo conoceré jamás; en pocas palabras, mentiste, y si bien lo has hecho antes, nunca se sintió como ahora. Fue ese peso, el sabor de la traición, lo que me llevó a reclamarte amargamente lo que habías prometido hace tanto tiempo, y mayor fue mi decepción al escuchar tu réplica tan ambigüa, tan llena de injusticia, defensiva y de pretextos. ¿Que me vas a regalar otro igual? ¿Que lo compensarás de algún modo? Mentira. Nunca lo harás. Y con mucho gusto destruiría lo poco que me quedó de tus recuerdos, pero sería inútil, pues no sería suficiente para quitarme de la mente tus últimas acciones de cobardía. Ahora me das otros regalos, tan nimios, tan insignificantes, que se sienten como las sobras que le arrojas a un perro para que deje de estar ladrando. Eso me siento, la que quedó atrás, la sobra de la familia. Y ese sentimiento no se alejará tan fácilmente como tu pretendes que sea.




Tus discos no los quiero. Yo quería tu corazón.